Reflexiones sobre la resistencia de un teatro precario.

Por Ivonne Paloma Palomo Cimé (Mérida, Yucatán)

Tenía 18 años cuando un festival itinerante de arte llegó al puerto donde crecí.

Eran personas de varias partes del país y algunas eran de otras partes del mundo, tenían una energía que yo no había visto antes en adultos. Pasaron por las puertas de la escuela promoviendo talleres de teatro, canto y danza en la casa de la cultura.

Hasta ese momento, yo solo había participado en teatro escolar. Me gustaba escribir sketches y dirigir algunas adaptaciones de clásicos, pero no sabía por qué. Solo sentía algo especial al estar allí, leyendo diálogos o viendo a mis compañeros interpretar roles que se asemejaban a ellos, pero este grupo, llamado «El Festival de los Mundos Posibles», cambió mi perspectiva del teatro. Mi maestra, Adriana Portillo, nos habló del cuerpo, del contacto, del manejo de voz y del aquí y ahora. Nos habló del arte hecho con amor y consciencia, de la colaboración y, sobre todo, de hacer teatro con lo que se tenía a la mano. Nos enseñó que todo podía ser arte.

Un día nos proyectó la película «Noviembre» de Achero Mañas. Al terminar, miré a mis compañeros y lo supimos: nosotros queríamos ese teatro libre que abriera diálogos entre los espectadores y cambiara el mundo. Así que, cuando el festival terminó, fundamos un pequeño grupo llamado «Trasbamarinas» conmigo y otra chica a cargo.

Durante un año hicimos pequeñas intervenciones vestidas de mimos en la ciudad de Mérida o en el puerto. Desfilábamos con pancartas que apoyaban lo que llamamos el teatro callejero. Planeamos algunas obras y se nos unieron personas nuevas, todos sin conocimientos de métodos o teoría, pero con un talento que me parecía entrañable. Ahora mismo no puedo recordar si hicimos algo más que un par de obras pequeñas presentadas en el parque, hasta que la realidad comenzó a golpearnos.

¿Qué estábamos pensando? No íbamos a vivir del arte. No teníamos cómo financiar el proyecto y no había tiempo porque cada uno tenía que ver cómo sobrevivir. Así que, de tanto ir y venir, el grupo se disolvió. Incluso el festival, que volvió al puerto un par de años seguidos, dejó de aparecer.

Extrañaba hacer teatro y extrañaba a su gente. Nunca había encontrado un grupo igual hasta que me mudé a Mérida unos 6 años después de eso y me uní a clases en el CEBA. Desde la primera clase, o incluso desde la audición, supe que había encontrado a mi gente de nuevo. Me sentía yo misma y encajaba otra vez.

Y así, la idea de hacer teatro para cambiar el mundo regresó. Como Alfredo en la película, hice un nuevo manifiesto: haríamos teatro con lo que teníamos, con amor y con suerte, al final de la obra, dejaríamos una huella en alguien. Con esto en mente, reuní al grupo y lo llamé nuevamente Trasbanmarinas.

La primera obra de teatro que dirigí la financió un crédito de Coppel. En ese entonces, ya tenía mi primer trabajo y pedí un préstamo para hacer la primera obra que había escrito. Busqué foros y elegí Tapanco. No teníamos dónde ensayar, así que el parque de Santa Ana era zona de ensayos. No tenía mucho dinero, pero les decía a los actores que si no tenían para su pasaje, que me lo pidieran.

Éramos un colectivo unido. Creíamos en lo mismo y estábamos entusiasmados por aplicar lo que aprendíamos en el CEBA, aunque no lo compartíamos en clases porque los maestros no compartían nuestra idea de hacer teatro antes de estar totalmente preparado, pero el grupo tenía una complicidad que se notaba.

Después de la primera función y otras de esa obra que había escrito, hubo momentos conmovedores. Algunas personas me agradecieron y otras lloraron. Sentí que finalmente lo había logrado. Miraba a cuánta gente estábamos conectando, a cuántos podríamos estar ayudando, simplemente haciendo teatro con lo que podíamos.

Como me gustaba escribir, casi siempre intentaba financiar mi dramaturgia. La escenografía la tomaba de la calle. Algunas cosas las encontraba al azar y otras las buscaba. Salía a ver qué podría encontrar que pudiera servirnos. También una cadena de favores mantuvo siempre al grupo a flote: mi mejor amigo, un fotógrafo, conocía a alguien que podía maquillarnos, yo diseñaba un poco y él me ayudaba a hacer fotos para los flyers. Los actores conseguían su propio vestuario.

Las funciones se llenaban de conocidos, amigos, familiares y alguna que otra persona perdida que ese día se asomaba por suerte al foro. Rara vez tuvimos funciones vacías, pero hacer teatro precario dejó de sentirse igual de bien que al principio. 

La falta de recursos financieros y de tiempo se convirtió en una carga pesada para nuestro grupo. Necesitábamos trabajar para sobrevivir, lo cual dejaba poco margen para dedicarnos por completo a nuestra pasión por el teatro. La vida nos exigía responsabilidades y compromisos que no podíamos ignorar.

No se puede ensayar de la misma manera que en un escenario o una caja negra. No puedes corregir la proyección de la voz y trazar correctamente si solo tienes acceso al escenario en dos ocasiones y el resto de los meses de ensayo son en espacios reducidos, como la habitación que comencé a rentar y habitar.

Nuestra percepción sobre la sostenibilidad del teatro precario comenzó a cambiar. Nos dimos cuenta de que, si bien estábamos creando arte con pasión y amor, no podíamos sostener nuestras vidas únicamente con eso. Las demandas de la realidad nos obligaron a replantearnos nuestro enfoque y buscar alternativas que nos permitieron seguir adelante sin descuidar nuestras necesidades básicas, se intentó un par de meses más, pero finalmente llego el día, hicimos una última función sin saberlo.

Logramos reunir a 200 personas en el Teatro Fantasio para presentar 3 obras seguidas, la temática era terror. En ese entonces, Trasbanmarinas solo tenía 6 actores. No sé cómo se las arreglaron para aprender tantos trazos y diálogos, y tampoco sé si era lo correcto, pero sentíamos que podíamos hacerlo.

Aunque no logramos cambiar el mundo a través del teatro independiente, eso no significa que hayamos fracasado por completo. Cada función, cada obra pequeña que presentamos, nos permitió conectar con personas y dejar una huella en sus vidas. Ese era al menos para mí el propósito principal, y en ese sentido, puedo considerar que lo alcanzamos. 

Tal vez ahora o en unos años haya otros caminos por explorar, nuevas formas de hacer teatro que combinen nuestra dedicación artística con una estabilidad y sostenibilidad más sólidas.

Porque es importante seguir buscando la forma de conciliar nuestras aspiraciones artísticas con las demandas de la realidad. 

Como Alfredo, yo, Paloma, quería cambiar el mundo o, más bien, cambiar la forma de hacer teatro. Y aunque no lo logré, al igual que el resto de los protagonistas de «noviembre», sigo intentando que el mundo no me cambie a mí. 

Deja un comentario

Web construida con WordPress.com.

Subir ↑