Por Nayeli Jáquez Nava
Para comenzar a escribir el ahora me es necesario ir hasta el inicio, hasta mi infancia quizá, si eso puedo definir como algún inicio. Fui una niña que soñaba con ser actriz, que disfrutaba ver las obras de teatro y perderme en la magia a la que me llevaban, sin duda me considero afortunada de poder haber visto teatro desde siempre.
Cuando decidí que quería ser actriz, no recuerdo que edad tenía, pero seguramente no pasaba los 6 años. Era un verano y me habían llevado a ver una obra en una plazuela de la ciudad. Por las condiciones del espacio no había más que unos camerinos improvisados con toldos, algunas telas y algunas estructuras para que las actrices y los actores se alistaran. Yo estaba ahí desde mucho antes de que comenzara la función, así que pude verlo todo, pude ver desde donde para mí nacía la obra. Primero convirtieron el espacio; entre técnicos, actores y actrices preparaban el escenario montando la escenografía y preparando el audio. Después pude ver como las actrices y actores dejaban de ser para convertirse en otros seres, en otras vidas y se ponían el vestuario, cambiaban sus peinados, se maquillaban, calentaban su voz y su cuerpo e hicieron un ritual desconocido para mi por mucho tiempo antes de la primera llamada. Yo estaba entre alucinada y estremecida con todo lo que había visto y cuando dieron la tercera llamada, apenas tenía aliento. Entonces decidí que cuando fuera grande yo también iba a pertenecer a ese mundo de magia, así que esperé muy paciente, entré a cursos de verano y a teatro cada que podía, también jugar a hacer teatro y creerme actriz en cada oportunidad.
Hasta que a los 16 años entré al primer taller de teatro formal, antes de la universidad y antes de empezar a vivir el teatro como un trabajo. Empezó la oportunidad de aquella niñita pequeña que yo había sido, de crear por si misma y con otras la magia que había soñado. Ahí comenzó, sí la magia, pero también comencé a padecer un montón de actitudes que sólo años después pude reconocer como violencia.
Lo primero que escuché fue que para el teatro no había justificación válida de los actores ni de ningún creador para faltar a él, excepto la muerte, sólo la muerte propia. Repetían una y otra vez esa frase que la aprendí de inmediato, la creí y la adopté. Aquella frase no sólo me decía que el teatro era un espacio importantísimo, casi sagrado, exigente y muy celoso, también me decía que desde ese momento no tenía oportunidad de enfermarme, de estar con las personas que me importaban y acompañarlas si algo necesitaban, y ni hablar de tener días malos, de estar triste o cansada. Yo entiendo que cualquier trabajo y oficio merece sacrificios, disciplina y compromiso, pero de pronto aquél sueño de la niña que fui y el teatro como lugar de magia y creación se había convertido más bien en un monstruo que me asfixiaba y no me permitía tener vida fuera de él. Quizá fue mi exceso de juventud, mi inexperiencia o las personas con las que me rodeaba en ese momento lo que me hizo percibir aquella frase como sofocante en vez de tomarla como un indicador de lo importante que es el teatro, para quien lo crea y para quien lo ve.
Comencé a escuchar también un montón de maneras y podría ser que hasta reglas de lo que debía ser un actor y cuáles deberían ser sus capacidades, hablaban casi de un superhombre, capaz de hacer cualquier cosa tanto física como emocionalmente y además de todo; también obediente y sumiso, pues desde un principio se me enseñó que sólo los maestros o los directores tenían opinión, que era incapaz de refutar cualquier indicación, aunque esa me vulnerara de alguna forma.
-Desnúdate, brinca, corre, come, fuma, toma, bésalo, tócalo, bésala, para, levanta la mano, más rápido, más lento, contén la respiración… y muchísimas ordenes más, que eran incuestionables porque yo sólo era un instrumento y porque estaba cumpliendo mi sueño.
Siempre hablaban de los actores, incluso cuando en el grupo éramos puras mujeres y apenas había dos hombres, en el vocabulario de aquellas personas no existía la palabra “actriz” a menos que fuera alguien con una trayectoria larguísima, importantísima o alguna mujer bellísima, según los estándares de belleza.
Pasaba el tiempo y yo cumplía mi sueño lleno de magia, de aprendizaje, de creación, de convivio y encuentro, disfrutando cada momento, en el escenario o lejos de él, pero siempre escuchando frases que me decían que no era suficiente yo, con mi cuerpo, con mis limitaciones, con mis emociones sobre la vida afuera del teatro, con mis caderas anchas, mi cabello rebelde mi piel imperfecta y la creatividad o la mala memoria que en ocasiones me hacían desobedecer al director.
Durante años en mi formación como actriz me sentí limitada, insuficiente, incluso caí en una competencia imaginaria y absurda con mis compañeras de montaje, de clase, por ser la mejor, la más bonita, la más delgada y ahora puedo estar segura que no fue nuestra culpa, nunca fue nuestra culpa, pues parecía que nuestra existencia sólo estaba determinada por la mirada patriarcal o jerárquica que nos obligaba a vernos como competencia y no como compañeras.
Me formé escuchando comentarios sobre mi cuerpo, sobre mi estilo de vida e incluso sobre mi voz. Como si el teatro solo tuviera un camino para lograrse y para crearse, como si existiese un único tipo de cuerpo, un único tipo de actriz y una única forma de crear, que más que crear consistía en obedecer y fingir.
Sin pensarlo, como si tuvieran autoridad sobre mi vida y mi autonomía se paraban frente a mi y decían:
-Muy bonita, muy bonita pero muy mala actriz- dijo el director con el que no acepté pasar la noche.
-Tú sólo quieres ser una figurita y que te vean, a ti no te importa el teatro- dijo mi compañero después de faltar a una clase por un problema familiar
Y así cada frase que recuerdo, fue dicha por un hombre autoritario, insensato, violento y carente de empatía.
-Bájale a los tacos si quieres seguir actuando
-Estás como, mmm gordita para querer ser actriz
-tu tono de voz me desespera, mejor te voy a dar un personaje que no tenga tanto texto
-¿Tú eras gorda cuando eras niña? es que las niñas gordas cuando crecen se ponen así como tú, acomodaditas
-Él único justificante para faltar al teatro es el certificado de muerte y de la muerte propia
-las actrices no sienten, pero los personajes sí, así que guarda tus sentimentalismos para el escenario
-No deberías estar comiendo, ya no te va a quedar el vestuario
-Tienes las caderas muy anchas y pesadas, por eso no te salen las acrobacias
-Pero yo soy el director y tienes que hacer lo que yo diga, no lo que sientas
-Eres muy bonita, deberías sacarte más provecho a tu sensualidad para que destaques
Alejarme del teatro para reconocerlo como un sitio de magia y no como el monstruo asfixiante fue doloroso, pero necesario para entender que hay más formas, más cuerpo, más maneras de crear y vivir el teatro, desde el amor, el respeto, la ternura, la cercanía y la calidez con las otras.
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Esta publicación forma parte del proyecto ¡Se armó el Argot con las Medeas!, el cual cuenta con el apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC) en la categoría de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales (FONCA)