Por: Valentina Freire
Fotografía: Cinthya Zavala (Kino Glaz)
Haré un viaje al pasado, viajaré unos 13 años atrás. Además, llevaré la maleta vacía porque en el camino iré acomodando los recuerdos con los malestares y los aprendizajes, con los sinsabores. Este ejercicio de memoria no será cómodo, pero servirá para hacer un balance de la mujer que soy ahora con la que era antes. Podré mirar cómo me relacionaba con las personas de mi entorno, las personas que permanecen y las que se han quedado en el camino. Este regreso en el tiempo se ve sorprendido por hallazgos ocultos y vergonzosos que el camino se ha encargado de desenterrar. Mi visión del mundo en aquel entonces, timorata y prejuiciosa, estaba plagada de intromisiones, poca empatía y “bromitas” sexistas hacia mis amigas y compañeras. Ese mundo, en el que estaba normalizado sufrir y atestiguar acoso u hostigamiento, era el mismo que me expulsaba al exterior como una egresada más de la licenciatura en teatro.
Hace 13 años, algunas compañeras y yo estábamos interesadas en la dirección escénica. Nos unimos mucho porque compartíamos una misma visión. SER DIRECTORAS era la oportunidad perfecta de demostrar-nos que podíamos concretar un proyecto propio, poseer creativamente un texto e incrementar nuestra valía en el mundo teatral. Pero, ¿qué nos hizo pensar esto? Es curioso ver cómo nuestros deseos de SER DIRECTORAS estaban fundados sobre la base ingenua de creer que el director es el último eslabón en la cadena evolutiva de la creación escénica. Gran expectativa, si sumamos la visión aderezada con lecturas anacrónicas y pocos referentes femeninos en la dirección escénica.
Desde mi particular punto de vista, creo que la enseñanza de la dirección escénica es profundamente patriarcal, porque la historia de la dirección escénica lo es igualmente. Pienso, por ejemplo, en los referentes de mis profesores o en las compilaciones hechas por Edgar Ceballos y me doy cuenta de que todos los textos son de hombres directores que, a través de sus valiosos discursos, dejan ver un lado menos brillante, y ese se va insertando en el imaginario de las y los jóvenes aspirantes a la dirección. Ese lado oscuro muestra la figura de un hombre que, junto con otros colaboradores hombres (dramaturgo, escenógrafo y/o actor) son capaces de construir un mundo ficcional que será habitado por otro grupo de personas de menor rango, en el que sí pueden estar las mujeres.
El poderío del director rebasa la escena. Entre el mundo de ficción y realidad no hay separación. Se entromete en las emociones, pensamientos y conductas de los actores y actrices. Impone su visión sobre las demás, porque el director es el sujeto que representa la superioridad moral e intelectual que rige el teatro. El director es el padre, el responsable, el proveedor de cultura e ideología, el dueño del sello estético.
Esta figura de director pesó mucho sobre nosotras y eso se vio reflejado en aquellas primeras experiencias de dirección. No digo que todo fuera malo, pero el detalle está en las sutilezas. Entre compañeras nos acompañamos solidariamente, estuvimos juntas, discutíamos, experimentábamos y nos respetábamos mucho entre nosotras. El problema es que, siguiendo el ejemplo de los grandes maestros, esas dinámicas ocurrían “entre iguales”, o sea, entre DIRECTORAS. Nuestra visión hegemónica permitía un ejercicio de poder a través de una violencia sutil para con los actores y actrices que acompañaron estos procesos. Esta violencia parecía un atributo más en el que las actitudes y conductas violentas se entretejían con la disciplina y el rigor.
La primera vez que yo dirigí una obra de teatro, fue en co-dirección junto a otra compañera. Ambas dirigíamos y actuábamos un proyecto conformado por cuatro personas en total, todas mujeres. Mi compañera directora y yo sentíamos una presión enorme sobre nuestros hombros porque era la primera vez que nos enfrentábamos a un reto de esta naturaleza y seríamos duramente críticas con ello. El control comenzaba a emerger como una idea de rigor. Nuestras expectativas nunca eran cumplidas, porque estábamos enfermas de exigencia con las compañeras actrices y con nosotras mismas. El enojo, el terror, la poca tolerancia y confianza fueron el pan de cada día en nuestras jornadas de ensayos. Fuimos terriblemente crueles con las demás y con nostras mismas.
Durante este proceso, y tratando de lidiar con esa responsabilidad aplastante, asumimos nuestro puesto de poder mediante la superioridad intelectual, tratando de saciar nuestra voz y dictando cómo se tenían que hacer las cosas. Esta superioridad y poder, que poco a poco se fue volviendo autoritarismo, se iba presentando como la imposición de nuestra visión sobre la de las actrices, a través del control creativo de la construcción de sus personajes, la segregación y nulificación de sus opiniones. Aunque nunca lo expresamos así, las actrices no estaban a la par de las directoras. Había jerarquías.
Eventualmente, la salida de algunas compañeras fue una clara señal de cómo las actrices perdían/perdíamos la confianza, no sólo en el proyecto, también en ellas/nosotras mismas. Las anotaciones al final de los ensayos estaban cargadas de un ambiente de desaprobación general, incluso en aquellos “buenos ensayos”. Nuestra mirada, sobre nosotras mismas como directoras-actrices, nunca era complacida. El trabajo y el esfuerzo nunca eran suficiente. La exigencia, producto de nuestras inseguridades y expectativas, y aunque era “bien intencionada”, se centraba en el empeño constante por lograr un trabajo de calidad.
Finalmente, y como era costumbre por aquellos años, el estreno llegó y el montaje vivió menos tiempo del que invertimos en prepararlo. Haciendo este viaje al pasado, desconozco si mis compañeras percibieron este proceso de la misma forma que yo. Desconozco también, si ese sentimiento de malestar es compartido, porque nunca volvimos a tocar el tema. En todo caso, sí reconozco que les debo un café para discutirlo y pedir algunas disculpas.
Estas reflexiones hechas a la distancia, no dejan de parecerme lejanas. Es preciso que las exprese porque me resulta terrorífico saber que, actualmente, hay directoras y directores que siguen perpetuando estas actitudes con sus equipos de trabajo. Sin embargo, hay otra cosa que me resulta aún más inquietante, y es la forma en la que estas conductas se replican desde otros lugares, y no sólo desde la dirección escénica. Trabajando más como actriz, puedo detectar que muchas de estas actitudes no son exclusivas del mundo de la dirección escénica. También he colaborado con actores, actrices y personas encargadas de la producción que son pequeñas y pequeños dictadores, controlando y saboteando los procesos colectivos. Hacen comentarios hirientes. En la mayoría de las ocasiones, la violencia que ejercen no es sutil, sino explícita; porque su afán “bien intencionado” de corregir se ve justificado por su superioridad no sólo intelectual, también moral, al resto del grupo. Disfrutan el juego de poder e imposición de su visión sobre la de los demás.
Haciendo un balance general y para cerrar, tengo que mencionar que hoy en día sí creo en la confrontación sana entre creativos, en las discusiones que forjan procesos desde la responsabilidad propia y la construcción de discursos en colectivo. Creo, ahora más que nunca, en la honestidad con una misma, porque me he dado cuenta que estamos tan acostumbradas a forzar procesos, a mantenernos donde no somos felices… que nos quedamos estoicamente en los montajes. Resistimos, no abandonamos, acabamos el proceso, aunque este acabe con nosotras. Romantizamos la neurosis y los procesos tortuosos en los que nos sumergimos. Todo eso también es una forma de violencia que ejercemos hacia nosotras mismas.
Creo en lo necesario que es reflejarse en algunos espejos. Ser consciente de haber perpetuado modelos nocivos para el propio trabajo, modelos que afectaron a compañeros y compañeras. Duele mirarse y saber que una ha sido parte del problema. Es incómodo viajar al pasado para reestructurar nuestra visión del mundo. Abrir la maleta, sacar todas las experiencias, acomodar y desechar aprendizajes. Pero sobre todas las intenciones, sirva este viaje para recordar a las compañeras que hemos violentado, así como para analizar agudamente nuestras conductas. Construir nuevos procesos creativos y pedagógicos desde el goce y el disfrute. Y que lo que nos falte de camino, sea siempre placentero.