Por: Lucía Calderas (Mérida, Yucatán, México)
Ilustración: Jimena Duval
La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar.
Susan Sontang, La enfermedad y sus metáforas.
Michael Foucault decía que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías (2010). Para la tradición teatral, el cuerpo del actor es el centro del yo, contenedor de la materia sensible, psíquica y creativa. Por consecuencia, el entrenamiento es el pilar de diversas técnicas como las de Eugenio Barba, Jerzy Grotowski, Stanislavski, entre otros que son considerados los grandes maestros de las bases actorales.
Lo cierto es que los tiempos han cambiado. Aunque el legado de estas técnicas siguen teniendo eco en nosotros, no podemos negar que en esta etapa del capitalismo tardío y desde la experiencia del ser latinoamericano, luego de sucesos históricos que nos han marcado, como los genocidios, la colonia, la esclavitud y la migración, añadiendo la lucidez que han aportado diversas filósofas, antropólogas y artistas a nuestra visión del mundo, sería muy necio insistir en que estos discursos deben permanecer intactos a bien de preservar la tradición teatral. Para empezar porque quienes los enuncian están situados en una experiencia geopolítica completamente distinta, por mencionar uno de los privilegios que implica tener la posibilidad de dedicarse al teatro y ser considerado como indispensable.
En nuestra historia sudamericana, ser un cuerpo (insisto en el ser, aunque en la actualidad parece que el verbo más adecuado sería tener, ya que se paga por sostenerlo y poseerlo) conlleva un esfuerzo no sólo capital, sino también emotivo. Esto se debe a que una de las congojas inevitables a las que nos hemos visto orillados es la enfermedad. A pesar de que la descomposición de los miembros de un cuerpo es un proceso vital y natural, no podemos cegarnos ante las causas políticas de las enfermedades. ¿De qué morimos y en qué condiciones? ¿Quiénes y en qué zonas se tiene acceso a la salud? ¿Quién posee los recursos tecnológicos, capitales y científicos cuyo acceso segmenta y dificulta a las personas marginadas?
No es complicado imaginarlo luego de la pandemia del COVID-19. ¿Quiénes son aquellos que, fruto de la irresponsabilidad y desinformación, viajaron a pesar de tener conocimiento de que el virus podría propagarse rápidamente? ¿Quiénes poseen los medios económicos para hacer estos viajes? Estas son algunas preguntas necesarias para comprender que la lectura de los cuerpos debe romper la frontera y la categoría binaria de sano-enfermo. En este ensayo se aborda la necesidad de una nueva definición del cuerpo del actor, misma que pueda abarcar y cubrir las necesidades del quehacer teatral y las diversas técnicas actorales, tomando en cuenta el momento histórico y político en el que habitamos. Dicha definición nos permitirá reformar y plantear un hacer teatro fuera de la legitimidad del régimen político. Estamos hablando del potencial subversivo de la enfermedad y los cuidados que supone la misma.
La enfermedad en el ámbito público y teatral
El cuerpo enfermo siempre ha sido motivo de espectáculo, refiriendo esto desde la similitud etimológica de espectáculo con especulación. Las deformidades y rarezas se han exhibido en circos y ferias, se han relegado a lo grotesco y a una noción de burla. No son sujetos, son objetos ornamentales. Cosas dignas de un museo para que otros admiren. Esta experiencia marca una distancia sensible entre el cuerpo enfermo y “los cuerpos sanos”, como si existiera una línea que divide, claramente, ambos territorios.
Latinoamérica, y las razas que hemos sido esclavizadas, tenemos una memoria de la mutilación que se ha impregnado en nuestro ADN, en nuestra psique. Eunucos, la práctica de la ablación, la guerra, la conquista, el saqueo y despojo de nuestros territorios, cuya defensa les ha costado la vida a nuestros antepasados, el desplazamiento de nuestros lugares originales a la periferia y al empobrecimiento… Todo eso nos ha dejado heridas visibles, enfermedades hereditarias, cáncer, SIDA, la exposición a la violencia que crece y constituye un riesgo.
¿Quiénes son aquellos que definen qué es el cuerpo en la tradición teatral y por qué su discurso es inmutable ante lo ajeno que resulta para nuestro contexto y nuestra historia? ¿Ellos han tenido que cuidar de cuerpos enfermos? ¿Desde qué vivencia del género nos están nombrando? El teatro es un espacio público, pero la enfermedad no siempre lo es.
Como mujeres no sólo se nos ha vetado de asuntos relacionados a la vida pública (siendo relegadas al ámbito doméstico), sino que también se nos privó durante muchos años de hacer teatro, y no solo como dramaturgas, también como actrices. Incluso ahora que, se supone, existe una apertura para que nosotras participemos activamente, me pregunto: ¿qué hacemos cuando no hacemos teatro? Es un asunto de política, porque las mujeres nos hemos incorporado masivamente al trabajo remunerado, pero los hombres no se han incorporado de la misma forma al trabajo de los cuidados. Muchas de nosotras, de nuestras madres y abuelas, no pueden habitar el espacio público porque están enfermas, o están cuidando de alguien enfermo.
El teatro y su definición de cuerpo
Cuando reviso la literatura actoral, la mayoría de las veces siento que están hablando de cuerpos que no son el mío. No puedo sentirme identificada del todo con lo que se plantea. Por lo general las imágenes, ejercicios y resúmenes de las técnicas, parafraseando a Cvetkovich: tienden a suponer un sujeto blanco y de clase media para el que sentirse mal es un misterio porque no se ajusta a una vida en la que el privilegio y la comodidad hacen que las cosas estén aparentemente bien (2012).
Al pasar las páginas y revisar la bibliografía Hacia un teatro pobre, de Jerzy Grotowski; Un actor se prepara, de Stanislavski; y La canoa de papel de Eugenio Barba, invariablemente encuentro imágenes de cuerpos delgados y altos. Es decir, lo que la hegemonía considera aceptable y lo que el teatro afirma como apto para hacer teatro. Más allá de quedarse en lo iconográfico, siempre se apunta a lo vital del entrenamiento, del desarrollo de la fuerza y las potencias corporales, incluso de la acrobacia.
Pienso en la importancia de la representación, y en que toda esta literatura está plagada de algo invisible que es muy difícil de nombrar: el verdadero arte del actor, el aprendizaje del mismo y la técnica, están reservados a los cuerpos estándar que aparecen en esas fotografías. Esto no solo es una impresión, Michael Chéjov escribe en su libro Al actor lo siguiente: De esta manera un cuerpo poco desarrollado o superdesarrollado puede fácilmente ofuscar la actividad de la mente, embotando los sentimientos o debilitando la voluntad (1993. p. 15). Además, abre con un epígrafe que dice: Nuestro cuerpo puede ser nuestro mejor amigo o nuestro peor enemigo (1993. p. 15), lo cual me recuerda a Johana Hedva y su Teoría de la mujer enferma, al insistir en que:
Cuando tu propia fragilidad, tu propia vulnerabilidad a la destrucción, tu propia muerte, están a tu alrededor y dentro de ti, constantemente, somáticamente, y luego son reforzadas por el mundo exterior, que te dice que no solo no hay cura sino que también este mundo perpetuará tu sufrimiento, quisiera saber qué demonios significa estar mejor.
Hedva, 2015
Yo quisiera saber qué pasa con los cuerpos que no pueden reconciliarse consigo mismos. Hay quienes, en orden de sobrevivir, han tenido que hacerse a la idea de que no hay forma de amistarse con el lugar que habitan y que poco a poco, a pesar de los tratamientos, las medicinas y los buenos deseos, continúan destruyéndose a sí mismos. Jerzy Grotowski escribe al pie de una descripción de una serie de ejercicios básicos para el entrenamiento actoral:
Además, prueba que es necesario poner mayor atención a la condición física de nuestros actores y dedicarle más tiempo a este problema. No basta caer de una escalera sin herirse, se trata simplemente de una cuestión de acrobacia y eso lo puede hacer cualquier persona audaz. El problema real es adquirir una técnica firme de los movimientos que nos permitan controlar hasta el más simple en todos sus matices.
Grotowski, 1970. p. 154
Así, sucesivamente, aparece incontables veces en los libros de técnica (inserte aquí el nombre de cualquier vaca sagrada del teatro) la frase: el cuerpo del actor debe de ser o debe poder hacer, seguido de una serie de capacidades físicas que implican gimnasia, flexibilidad, resistencia, etcétera. ¿A qué orilla sin nombre se ven relegados los cuerpos desquiciados, orgullosamente mutantes, que no pueden apropiarse de esta técnica porque sus capacidades son otras? ¿Están fuera de la teatralidad? ¿Podemos reconocer la enfermedad como una experiencia capaz de invocar la potencia, en lugar de revictimizar esos cuerpos y evitar caer en discursos paternalistas y capacitistas? ¿Puede ese hecho, el de desacelerar para escuchar otras vivencias de la misma realidad, ayudarnos a dinamitar un sistema económico obsoleto, devastado y devastador?
Pistas emancipatorias: el punto ciego en el tablero de la técnica actoral
Partimos de la autopercepción, cuestionándonos qué hacemos cuando nos toca representar el papel de algún cuerpo con discapacidad. Jugamos a los enfermos, hacemos de mancos y tuertos. Podemos ir y venir de esa clara frontera entre el ser y no ser, pero en profunda esencia, no conocemos nada de ello. Es una caricatura, y me recuerda a los blancos pintándose la cara de negro porque ellos no tenían permitido subir al escenario.
El otro siempre ha sido motivo de prótesis, de imitación. Pensarnos en igualdad de condiciones nos aterra, porque nos lanza al vacío de nuestro destino: tarde o temprano enfermaremos, ¿y entonces sólo se acabará el teatro para nosotros? ¿Entonces y sólo entonces empezaremos a sentir la necesidad de que el teatro debe ser de otra manera? Habrá que empezar a imaginar al gran Otelo sin manos o, mejor aún, proponer y plasmar en la escena a otros autores latinoamericanos que nos enseñen cómo es vivir una enfermedad. Sin morbo, pero sí como un aprendizaje que necesitaremos para sobrevivir, porque en estos cuerpos también reside potencia, presencia, material sensible y creativo.
No se trata de hacer intromisión ni de que el teatro se convierta en algo “sanador” o “terapéutico”. No se trata de hacer caridades ni de enseñar, de dar consejos no solicitados tan ridículos que podrían estar en tarjetas con confetti y globos de helio, fácilmente sustituibles por un “mejórate pronto”. Hasta ahora parece que el teatro y la enfermedad son opuestos, a menos que sea para llevar la enfermedad a escena. Pero ¿cómo plantear una transformación tan radical desde la ignorancia? ¿Quiénes (actores, profesores, teóricos y académicos) sabemos cambiar pañales, inyectar insulina, medir la presión, cambiar el suero, poner un respirador? Lo sabemos quienes hemos convivido con seres queridos que tienen enfermedades, quienes hemos sentido el peso de la necropolítica y lo obsoleto del sistema de salud mexicano en ciernes, sobre las vidas de aquellos a quienes amamos.
Se trata de hacernos de los saberes que necesitan estos cuerpos para sostenerse dentro de las escuelas y, si no les es posible moverse, ver la manera de desplazarnos, de estar verdaderamente y no sólo mediante dispositivos móviles. No es hacer de los teatros hospitales ni mucho menos volvernos médicos o enfermeros, es reconocer que la manifestación más anticapitalista es cuidar a otra persona. La práctica históricamente feminizada y por tanto invisible, de la enfermería, la crianza, el cuidado. Tomarse en serio la vulnerabilidad, la fragilidad y la precariedad y apoyarla, honrarla, empoderarla. Protegernos mutuamente, promulgar y practicar la comunidad, una hermandad radical, una sociedad interdependiente, una política de cuidado (Hedva, 2015).
Una interrogante vital para tomar estos rumbos la hace Vladimir Krysinski: ¿Qué semiótica podría ocuparse del cuerpo sin perder de vista ni su especificidad en cuanto objeto cognitivo, potencial o actualizable, ni el camino recorrido por el teatro moderno como serie textual? (1982. p. 19). Yo respondería que con la semiótica que apela al cuidado donde al cuerpo, como centro operativo del espectáculo y en el que reside la creación teatral, se le honra tanto o más que a la técnica.
Para ello habría que abandonar el rigor disciplinar, porque quizás el teatro de esta época ya no sea sobre cuerpos que saltan en grandes escenarios, y brincan o bailan haciendo acrobacias increíbles. Tal vez el teatro deba suceder lenta y frágilmente. Ser más una oda al descanso y la quietud, porque estamos agotados. Exhaustos de vivir en un mundo que estetiza la violencia y hasta la vuelve deseable. Quizás haya que redescubrir la teatralidad ritual de quien separa sus pastillas para la semana. La teatralidad de no sólo ser espectadores de las tragedias y del dolor, sino de sostener cuando se nos solicita para no infantilizar y reconocer la enorme autonomía de estas personas. Guardar silencio y aprender, dejar que la teatralidad suceda de una cama del hospital a otra, de una ventana hacia la calle…
Resistir a la gestión de los afectos, porque cuando todos estemos enfermos y confinados en una cama, compartiendo nuestras historias de terapias y ayudas, formando grupos de apoyo mutuo, escuchando las historias de trauma de los demás, priorizando el cuidado y el amor a nuestros enfermos, dolidos, dañados, caros y fantásticos cuerpos, y no quede nadie que pueda ir a trabajar, quizá entonces el capitalismo se acabará. Propongo que podemos intentarlo.
Hedva, 2015
El teatro de este siglo ya no será sobre representar la vida, sino sobre protegerla. No podemos cerrar los ojos ante la desesperación que nos causa un mundo colapsando ante nuestros ojos, ni frustrarnos ante la inmensidad de tareas que hay que hacer para transformarlo. Será sucio, doloroso y agotador. No será lindo ni limpio, tenemos mucho que aprender todavía. Pongamos nuestra creatividad al servicio de la imaginación política de un mundo en el que todos los cuerpos puedan hacer teatro, sin importar dónde se encuentren, lejos del snobismo y del morbo, con la apertura de experimentar más allá de la enfermedad.
Bibliografía
Chéjov, Michael. (1993). Al actor. Sobre la técnica de actuación. Buenos Aires: Quetzal.
Cvetkovich, Ann. (2012). Depression: a público feeling. Londres: Duke University Press.
Foucault, Michael. (2010). El cuerpo utópico. Las heterotopías. Buenos Aires: Nueva visión.
Grotowski, Jerzy. (1970). Hacia un teatro pobre. México: Siglo veintiuno editores.
Hedva, Johanna. (2015, octubre). “My Body Is a Prison of Pain so I Want to Leave It Like a Mystic But I Also Love It & Want it to Matter Politically”. Ponencia presentada en Women’s Center for Creative Work at Human Resources. Los Ángeles. EEUU.
Krysinski, Vladimir. (1982). “El cuerpo en cuanto signo y su significación en el teatro moderno: de Evreïnoff y Craig a Artaud y Grotowski” en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos (7). pp. 19-37. Recuperado de: https://www.jstor.org/stable/27762196?read-now=1&seq=1