Por Diana Betanzos
La génesis de este texto se remonta al año 2014, cuando en nuestro país, el 26 de septiembre de aquel año, tuvo lugar un crimen de Estado que nos dejó sin saber de la vida de 43 futuros maestros rurales de la escuela normal de Ayotzinapa, Isidro Burgos en Iguala, Guerrero. Esa noche, 43 jóvenes de los rincones más pobres y marginados del país fueron víctimas de la desaparición forzada. Durante los meses siguientes vimos las calles desbordarse en gritos y cuerpos que exigían justicia y verdad. Se volvía innegable que morir o no un día cualquiera, en este país en guerra, se había vuelto algo casi fortuito. Aunque la raza, el género, la geografía y la clase social han sido siempre condiciones que atraviesan nuestro vivir y morir en esta estructura de privilegios y opresiones.
Meses después de aquel hecho que jamás debió ocurrir, conocí por segunda vez a la maestra Anadel Lynton. La primera vez fue cuando hace más de una década la presentaron en el concurso de coreografías del ballet independiente, pero este es solo un dato complementario, pues fue hasta que en Tlapa, Guerrero, en el año 2014, nos encontramos en una plaza pública a la que le faltaban sus maestros asesinados y sus jóvenes desaparecidos. Fue una de las varias caravanas por la paz donde personas cercanas al arte compartían sus disciplinas y anhelos en municipios del estado de Guerrero, para nombrar a nuestros 43 compañeros desaparecidos y a miles más, para estar juntas, para abrazar la rabia y el miedo y porque necesitábamos estar allí.
El primer día de esa jornada, mi amiga Fabiola y yo compartimos un taller de danza y canto con niñas y niños de Tlapa. El segundo día, Anadel activó En el filo, y de pronto, flores de muchos colores formaron un círculo en la explanada de aquella plaza tomada por los pobladores, donde sus paredes también nos hablaban de la digna rabia en ese lugar. Otro círculo más grande se formaba con personas de todas las edades y tamaños, juntos fuimos una espiral-caracol, fuimos aire, nubes, lluvia y tierra. Fuimos amigos que jugamos con flores y cuidamos de la vida para que esta no se cayera ni se rompiera. Nos hicimos preguntas sobre la vida, los árboles talados y el fuego que debe encenderse para bailar por las tierras destruidas, todo eso sucedió. El miedo se me fue o se me transformó en lluvia y nube. Las risas, el movimiento y la concentración sucedían en colectivo, en comunidad.
Podría decir que ese día mi vida cambió, como cambia cada vez que sé que estoy en el momento único e intransferible para decidir con plena libertad hacia dónde voy. En ese momento no lo sabía de esta manera, pero Anadel había depositado una semilla en la planta de mis pies.
Tiempo después, con mi amiga Rebeca en Atenco, Estado de México (el pueblo que no vende sus tierras porque dice: “ni casas, ni aviones, la tierra de frijoles”) la maestra Anadel compartió nuevamente En el filo, la experiencia que describí líneas anteriores, y pude ver que cada lugar es distinto. Sus árboles, sus nubes, sus pasos y movimientos son distintos, pero parecía que todas necesitábamos movernos juntas para que la vida fuese diferente. De aquella experiencia han pasado más de 5 años y En el filo me resultaba el lugar más honesto y humano para habitar en movimiento espacios que merecían otra historia y otra memoria.
El Canal de la Compañía se encuentra ubicado en los límites de los municipios de Chimalhuacan y Nezahualcoyotl en el Estado de México, su geografía es árida y con un olor putrefacto. Ropa sucia erosionada en el suelo, bolsas negras y cuerpos de mujeres asesinadas han sido abandonados allí. A orillas del canal se encuentran sembradas dos grandes cruces de madera color rosa, de Ciudad Juárez a Chimalhuacán la cruz rosa ha migrado para que el olvido no gane, y quienes la veamos sepamos que allí han sido asesinadas muchas mujeres por el simple hecho de serlo.
Allí desarrollé una reinterpretación, adaptación o apropiación de En el filo de Anadel, para que la vida sucediera de otra manera en el Canal de la Compañía a un costado de las cruces. Mujeres de diferentes lugares y que habitamos lo que se conoce como la “periferia oriente” de la zona metropolitana del Valle de México, nos reunimos en las cruces del Canal de la Compañía para visibilizar que en ese lugar se asesinan a las mujeres impunemente. Para que juntas nombráramos a quienes acallaron, para que la tierra se aflojara y nuestras hermanas descansaran como semillas, porque su vida y sus historias importan.
Como en Tlapa, fuimos una espiral-caracol. Como en Atenco, fuimos aire, nubes y lluvia. Aquí fuimos flores que recorrieron nuestros cuerpos como territorios seguros, dimos los pasos que alguna ya no pudo dar y nuestras flores fueron promesas de vida ofrendadas a las aguas negras que convertiremos en ríos.
Creo que el cuerpo, la protesta y la creación de experiencias extra cotidianas y performáticas en comunidad son urgentes. Son necesarias como una planta que necesita agua para no dormir, en los lugares donde la guerra y el odio se buscan instalar, como en la desaparición de 43 personas con vidas únicas y sagradas, como en un pueblo al que han intentado imponer una plancha de asfalto sobre tierra fértil, o donde la impunidad y la desigualdad permiten extinguir la vida y exhibir la muerte como orden natural, cuando no lo es.
Me gusta creer que nuestras creaciones escénicas o este tipo de experiencias tienen lugar donde nosotras sintamos o deseemos estar, dejar que nuestros instintos nos indiquen. Me gusta creer que tenemos el derecho, incluso la responsabilidad y deber, de imaginar los mundos que merecemos habitar y hacerlos realidad desde nuestras prácticas artísticas, dancísticas o coreográficas. Creo que se ha vuelto indispensable nombrar a las mujeres que, con su apuestas y esperanzas, se convierten en nuestros referentes en el mundo del arte y que no se desconectan de nuestro cuerpo social y su poder para ser vida.