Por Andrea Fajardo (Mérida, Yucatán, México)

Mi mamá dice que antes de cumplir los seis años, yo era una parlanchina incontrolable. “Pareces un radio fiado”, me decía, porque hacía preguntas sobre cualquier cosa y hablaba de todo lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba… Además me gustaba cantar e imitaba a Shakira. Era toda una diva.

Creo que a los seis años vi por última vez a mi papá, digo “creo” porque no es un recuerdo claro. La única certeza que tengo de eso es que un día ya no supimos nada sobre él, nunca se volvió a comunicar. Tiempo después, mi hermano mayor dejó de vivir con nosotras. A partir de ese momento, todo lo que el mundo pensara o dijera sobre mí comenzó a ser importante, especialmente si se trataba de los hombres. Dice mi mamá que me volví una niña callada y solitaria.

Aprendí el lenguaje de la culpa, a tener miedo de expresar algo y que la gente me rechazara o se alejara. Comencé a quedarme callada para no molestar. Era vital sentirme querida y no importaba si para lograrlo tenía que ser un fantasma. Diría que mi mayor temor en la vida es el abandono, la sensación de vacío. Un temor aprendido por el que he dejado de hablar, he dejado de ser auténtica, he permitido que alguien me quite la palabra en una conversación, o que se ponga el nombre de mis ideas y proyectos.

Todo esto es un análisis apenas superficial de algo que me ha llevado años descubrir, reflexionar, deconstruir: ser mujer en este mundo duele. Ahora es que comienzo a entender y tejer vínculos entre mi historia, mis patrones de conducta, mis relaciones y mi forma de estar en el mundo, para transformar esa premisa. Dos elementos clave en este proceso han sido el feminismo y la escritura.

Comencé a escribir en la primaria. Según mis amigas de la infancia, escribía diálogos con personajes que éramos nosotras mismas. En la secundaria, cuando la tarea de literatura era hacer una obra de teatro, yo era la que escribía, actuaba, producía, dirigía… como buena niña géminis. Siempre tenía algo que decir atorado en la garganta. Todo lo que no decía, lo escribía o lo depositaba en algo creativo. En mi grupo de tareas, aunque éramos las ñoñas del salón, me gané el título de “exigente, mandona y perfeccionista”.

No es casualidad que ese sea el título que nos ganamos las mujeres si queremos liderar, si tomamos la palabra, si escribimos. Nos volvemos problemáticas, complicadas, bichos raros con los que no hay que involucrarse demasiado. Tampoco es casualidad que si un hombre hace lo mismo se vuelva un símbolo de inspiración, de fuerza y determinación. Un ejemplo a seguir de seguridad, inteligencia y valentía. El blanco de todas las miradas. Lo sabemos, se llama patriarcado.

De manera intuitiva, he optado por ser el bicho raro. Tomé la decisión de dedicarme a escribir, después de pasar por la música y el teatro, porque ha sido la mejor manera que he encontrado de comunicarme. El problema es que me cuesta mucho mostrar lo que escribo. Mi proceso de desinhibición al escribir pasa por muchos filtros: pensar que no es suficientemente bueno, que no aporta nada al mundo, que no tiene sentido, que es cursi o demasiado triste… Me encuentro siempre en la disyuntiva de: 1) la importancia de pronunciarme a través de mi escritura, como una forma de combatir el patriarcado y las construcciones que aprendí; 2) la presencia de una voz dentro de mí (una voz masculina) que me dice que nada de lo que haga es suficiente. Esto es el patriarcado interiorizado, ese que opera en lo más íntimo.

Cuando hablo de feminismo y escritura, me gusta mencionar una de las aportaciones que tuvo el feminismo radical estadounidense en los años 60-70: la organización de grupos de conversación, llamados “consciousness-raising” (autoconciencia feminista) por la escritora y activista Kathie Sarachild. El propósito de estos espacios era despertar la conciencia que todas las mujeres tenemos sobre las opresiones que vivimos. Cada mujer se proponía explicar las formas en las que experimentaba la opresión, para propiciar una reinterpretación política de sus vidas. Un espacio para teorizar desde la experiencia personal.

Para mí, es un claro ejemplo de la importancia que tiene el aprender a narrar nuestra historia y hacerla política. Aprender a nombrarnos y establecer una postura a través de ello.

En el teatro se habla mucho de “la metodología del actor”, “un actor se prepara”, “la preparación del director”, “la labor del dramaturgo”, etc. Hola, patriarcado. Sí, las actrices existimos. También las directoras, dramaturgas, investigadoras, productoras, tramoyistas, iluminadoras, vestuaristas, diseñadoras de sonido… ¿No es absurdo que la mayoría de las personas que hacen o estudian teatro sean mujeres, pero los más visibles y renombrados en el medio sean los hombres? Lo bueno es que hay suficientes teatreras en el mundo para darle luz a esta sombra histórica.

Últimamente también se hace mucho teatro “con perspectiva de género”, sobre la violencia contra las mujeres, los feminicidios, la violencia sexual, entre otros temas. Es curioso ver en los programas de mano que muchas de estas obras sean dirigidas por hombres. Peor aún, ver en escena la misma narrativa revictimizante donde nos representan violadas o asesinadas, o donde nuestra rabia siempre va a acompañada del llanto y la conmiseración. Una mirada masculina, claramente ajena, sobre lo que somos las mujeres, la complejidad de las violencias que vivimos, aquello que nos duele o lo que queremos. Hola de nuevo, patriarcado. Te informo que nosotras solitas podemos contar nuestra historia, gracias.

Empecé a desinhibir mi escritura cuando decidí asistir a un taller informal con un grupo de mujeres escritoras. Cada tanto nos reunimos a tallerear nuestros textos y ahora somos amigas/comadres. No revelo el nombre porque nos gusta la idea de ser una sociedad secreta (inserte aquí una risa malévola). Hemos construido un espacio para compartir lo que escribimos, pero también para contar cómo ha ido nuestra semana y echar uno que otro chisme. Se ha vuelto también un lugar donde sé que mi escritura no será destruida, que será respetada por lo que es y el proceso en el que está, que será alimentada de nuevos saberes para que crezca.

Algo que me ha enseñado el feminismo es que mi historia personal y mi experiencia de vida es valiosa, es importante, es política. Que mi historia puede ser la historia de muchas y que es esencial aprender a narrarla en colectivo. Hacer un análisis, desmontarla y observar cada parte. Como si quisiéramos desmontar una obra de teatro o un proceso creativo, para así construir algo nuevo y mejor. Cada vez que el patriarcado intenta meterse en mis pensamientos y bloquear mi escritura, pienso en esto. Pienso también en mis amigas, en mi mamá, en la niña que fui, en el radio fiado… y resisto.