Por Liliana Hesant (Mérida, Yucatán, México)

Hace unas semanas estaba platicando con una amiga teatrera por WhatsApp, le pregunté cuánto me cobraría por hacer la dramaturgia de un proyecto, ella no supo qué responder. Me dijo textualmente “no sé cuánto cobraría (…) soy re mala para eso”.  

I. El origen.

Cuando comencé a ‘hacer’ teatro, se despertó en mí una ‘picazón’ al hablar de cuestiones monetarias en los procesos de creación. En varias ocasiones he notado que existe un “tabú” alrededor de esto, que se evidencia cuando se conforman los equipos de trabajo y nos destinamos a hablar de financiamiento, del valor de nuestro quehacer o del monto que se destinará a cada recurso humano que conforma la maquinaria creativa. Es un tema difícil de hablar. Cabe mencionar, desde este momento, que no es el mismo procedimiento cuando trabajamos de manera independiente a cuando hay una subvención de por medio. 

El recorte de mirada que propongo en esta primera parte del texto es pensar, primeramente, en los desafíos que enfrentamos al momento de cobrar por nuestro trabajo, a la hora de valorarlo y defenderlo, que no se vuelva un asunto relegado. Dejemos de pensar que hablar de esto tiene que generar momentos incómodos y tensos, o que nos entre la duda de colocar nuestros honorarios en los presupuestos que realizamos. Dejemos de obviar esa respuesta, porque estamos trabajando por “amor al arte” y nuestra ganancia es la satisfacción de estar en la escena. ¿Cómo dice esa frase que nos ha hecho tanto daño? ¡Ah, sí! “El artista vive del aplauso”.

Para sustentar esta reflexión, haré uso de experiencias y pensamientos que, generosamente, algunas colegas me compartieron respecto a este tema.  

II. Reflexiones en manada.

Existen varias aristas a considerar para empezar a hablar sobre los desafíos que atravesamos las jóvenes creadoras. 

Por no querer perder la ‘oportunidad’ de trabajo”

A, 24 años.

Empecemos con una pincelada para la memoria: es frustrante reconocer lo complicado que fue para nuestras ancestras monetizar su trabajo, más aún que fuera reconocido como tal. Cuando Marx escribió sobre el “valor del trabajo” ¿lo hizo también pensando en el trabajo hecho por las mujeres? Este simple apunte abre un abanico de situaciones que develan años de opresión. Feministas como Ángela Davis y Silvia Federici han escrito sobre ello. 

El trabajo que hace una mujer siempre es cuestionable. El que hace un hombre, algunas veces. Así como el feminismo, no omito que también ellos tengan problemas para monetizar su trabajo, pero sí es urgente recalcar que no existe un trasfondo ideológico que nos ponga en igualdad de condiciones, al enfrentar concretamente este fenómeno.

Recordemos la época isabelina, tiempo en el que las mujeres no tenían permitido actuar. Eran los hombres quienes hacían los papeles de las mujeres en las obras de teatro. Se supone que no debíamos estar en los espacios públicos o que solo éramos las musas de los hombres, servíamos para inspirar y dar ideas, pero el crédito y el “verdadero trabajo” era encarnado por ellos. 

Ahora pensemos en la Academia, ese espacio eurocentrista donde el conocimiento fue por mucho tiempo producido y articulado únicamente por hombres. No está de más mencionar que ese espacio de “lógica” vetó los conocimientos de muchas mujeres. Por milenios se creyó que nosotras no éramos capaces de producir saberes y por ende nuestra palabra no tenía un espacio para ser leída, mucho menos publicada. Si nuestras ideas no tenían lugar, su materialización tampoco.

Aquí un par de ejemplos de aquellos “grandes pensadores”:

El fuerte de la mujer no es saber, sino sentir. Saber las cosas es tener conceptos y definiciones, y esto es obra del varón”

Ortega y Gasset (1883-1955)

Una mujer amablemente estúpida es una bendición del cielo”

Voltaire (1694-1778)

Para que las mujeres sean conscientes de que su trabajo vale dinero han tenido que pasar por muchas situaciones y muchos reclamos, luchas tanto internas como externas donde el feminismo ha tenido una gran influencia. Sin embargo, como un asunto de eterno femenino, en la actualidad nos enfrentamos a la misma pregunta: ¿cuánto vale mi trabajo?

Sé que para muchas colegas este tema puede estar de sobra. Algunas lo tienen claro, pero yo nunca lo tuve. Hasta ahora, en plena crisis de pandemia donde atravieso un duelo constante, me he tomado el tiempo de reflexionar sobre mis propios desafíos. Al compartirlos me doy cuenta de que no soy la única que atraviesa por esto. Hablar de costos para el recurso humano en el arte es un tema discutido en innumerables espacios. Hablar concretamente del trabajo producido por jóvenes creadoras, no lo es.

III. Lupa en la escena.

Algo que todas tenemos claro y compartimos es que nuestro trabajo debe ser remunerado. Hace unos días descubrí la fanpage YA nos dimos cuenta. Un grupo de chicas que han hecho una descolocación de varios temas de violencia en el teatro, generando contenido en las redes sociales, y han puesto este tema sobre la mesa.

Durante mi formación académica (no dudo que también suceda durante la formación en las ‘tablas’) tenía una enorme necesidad de ‘hacer’, de ‘actuar’… Recibir una invitación a trabajar en una obra de teatro era más que una oportunidad, era un regalo al cual no tenía que verle el colmillo. Luego comencé a pensar que era una inversión, que más adelante tendría mejores ingresos. Lo único que conseguí fue la resignación en los montos que me ofrecían, o los que se podían con el financiamiento que se lograba obtener. 

Sé de escuelas que te recomiendan enfáticamente que no actúes hasta que termines tu formación académica. En mi caso no fue así y tenía unas ganas enormes de estar en todos los proyectos que pudiera. Evidentemente cada proceso ameritaba una implicación y entrega distinta, me demandaba mucha atención y tenía que tener tres “trabajitos” para pagar la renta, los gastos básicos y seguir estudiando. Colega, si tu caso es distinto y tienes la fortuna de tener a una familia que te subvencione tus proyectos o mínimo sepas que tienes ese apoyo, te pido que te limites a cuestionar nuestros procederes.  

Durante mucho tiempo no tuve un ápice de cuestionamiento, me recuerdo en una alienación / adoctrinamiento. Mi trabajo no podía ser pagado correctamente porque estaba en formación, porque todavía no sabía hacer las cosas de la manera correcta o profesional y aunque entregara mi vida en cada proceso (quienes me conocen saben de qué intensidad hablo), no tenía argumentos para preguntar sobre mi pago. 

Al egresar de la Licenciatura pude colaborar en un espacio que me daba un sueldo quincenal, allí comencé a pensar que podía vivir de mi quehacer escénico, pero nunca cuestioné los montos que se me daban porque yo no hacía las gestiones “grandes”. En mi cabeza, eso me colocaba en una inferioridad inquebrantable. También empecé a tener varias ofertas de trabajo donde me preguntaban: ¿cuánto cobras por función? No sabía qué responder, terminaba diciendo “no lo sé, soy mala para eso”, igual que mi amiga. 

Mayormente porque me siento inexperta. Siempre siento que no soy completamente profesional en mis áreas de trabajo y en ese sentido nunca sé cuánto cobrar. A veces pienso en todo lo que vale, en las horas que le dedico a mi trabajo de escritura o de creación y pienso en montos posibles, pero luego pienso en que soy muy joven, en que no tengo tanta trayectoria y que no sé si es demasiado pretencioso de mi parte cobrar una cantidad específica que se piense que es muy alta o algo así”

A, 26 años.

No creo ser la única que haya pasado por esa situación y sí, compañeras, coincido totalmente con que #EsoNoEsTeatro.

A veces se nos olvida que trabajamos con la experiencia, con la vida. En la escuela no nos hablan sobre tabuladores, ni nos dan propuestas para capitalizar procesos (al menos no en mi generación). En este sentido tenemos un área de oportunidad: necesitamos generar espacios de diálogo sobre estos temas, empezar a entender que la capitalización de nuestro trabajo es importante y empezar a entrenarnos en ello. 

Algo que me empezó a funcionar fue consultar a otras colegas artistas. Ahí comencé a dimensionar las posibilidades de cobro, pero me enfrentaba con otro gran reto: manifestarlo, o en todo caso negociarlo.

Muchas veces me enfrento a personas que ‘regatean’ mi trabajo porque no conocen o no dimensionan su valor. Casi siempre termino bajándome al precio que ofrecen y eso me frustra mucho”

I, 29 años.

Algo que es un hecho, es que como creadoras se nos ‘olvida’ registrar nuestro proceso. Estamos tan apuradas en tener resultados, algo que subir a las redes, algo decente para presentar… que no valoramos todo lo que tenemos que transformar para que las cosas acontezcan. El patriarcado gana de nuevo, importa lo que haces, no cómo lo haces.

He detectado en mi andar escénico que nos cuesta articular cierta metodología, mientras el proceso se encamina. Por la vorágine de la vida misma no atendemos a la evolución, a veces muy lenta, que los mismos procesos van teniendo. Acompañar el aliento no es tarea sencilla y en este sentido compartir todo el proceso se vuelve complejo, porque al no tener ese “paso a paso” no tenemos material adecuado para compartir. Un tema importante para debatir: ¿cómo registramos nuestro proceso? Quizá si planteamos una manera de darle foco a esta etapa, reforzaremos que lo que hacemos no es algo que nos sacamos de la manga, sino que hay mucho trabajo de por medio, vale lo que vale y merece respeto.

Cada cuerpo es un territorio y lo ideal sería que cada artista vaya estructurando su propio tabulador, de acuerdo a su inversión. No existen esquematizaciones accesibles más que el de la UNAM o del INBA y responden a una realidad distinta. Acá en la península de Yucatán, por ejemplo, cobrar 150 pesos por una función de un grupo independiente es una osadía.

Atendiendo el concepto de territorialidad que plantea Jorge Dubatti, cada espacio se rige de acuerdo a normas concretas con características específicas. Por lo tanto, lo más adecuado sería tener un tabulador por estado para las artes escénicas y para las categorías de profesión. Que estas sean tomadas en cuenta al momento de realizar convocatorias, ofertando montos o estímulos para la creación y que también nos sirva a nosotras, como creadoras independientes, al momento de producir.  

La desconfianza hacia mis conocimientos prácticos y teóricos y sobre la calidad del producto en general, me arroja las primeras dudas al momento de pensar en el valor monetario de mi trabajo”

J, 28 años

En textos anteriores nos quisimos enfocar en los procesos para desinhibir la escritura de la escena, y nos dimos cuenta de que hay muchos miedos que debemos enfrentar. En mi caso es indispensable sentirme acompañada, ya que por mucho tiempo batallé sola y ha sido agotador. Como dice Didanwy Kent, “hay que aprender a descansar también en tu compañera”.

Estimada lectora, para la segunda parte de este texto quisiera invitarte a realizar este ejercicio conmigo: anota en una lista todo lo que inviertes en un proceso de creación y ponle un monto, el que consideres justo. Así tendremos material para alimentar esta reflexión juntas.

Aunque suene difícil, no hay que temer cobrar por el trabajo que realizamos. Hemos crecido en un sistema en que sobre todo a las mujeres nos cuesta mucho darle el valor adecuado a nuestro trabajo, hasta pensamos que será mal visto o es de mal gusto hablar de dinero y cobrar lo justo. Hay que amar el arte, pero no vivimos por amor al arte” 

A, 29 años.